Martí:
Un niño vestido de Abdala. Una niña disfrazada de Nené Traviesa. “Cultivo una rosa blanca” aprendido de memoria para recitar en un matutino. Un diploma que cuelga en la pared, “Beso de la patria”. Eso fuiste para mí cuando estaba en la escuela primaria.
Más tarde, te convertiste en un tema de prueba, una obra que había que estudiar porque iba al concurso de español, una frase en las conclusiones de un trabajo práctico: “porque como dijera el Apóstol“…
En el preuniversitario fui por primera vez a la Marcha de las Antorchas. No te lo niego, al principio fue solo una novedosa salida de amigos.
Pero ya no tenía cinco años y comprendí la tradición, el respeto y el amor que sintieron los jóvenes por ti para lanzarse a la calle con antorchas.
Aun así era incapaz de sentirte cerca. De hecho, a veces no te vi ni real.
Mas, hace poco me di cuenta que cuando significas tanto para alguien tan grande, debes ser muy grande. Y si además, no solo ocupas un pedacito en su vida, sino que fuiste el impulso y la razón de su quehacer es que eres muy grande.
Me obligué entonces a comenzar a estudiarte. Leyéndote, quizás podía entender también a quien significa tanto para mí. Lo hice asimismo por temor a que un día mis hijos lo vieran a él como yo te veía a ti.
Tú llegaste un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirte el polvo del camino, no preguntaste dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a dónde estaba la estatua de Bolívar.
Nunca supe por qué, pero de todas las historias que escuché de ti esta fue la que perduró. La forma en que supiste ver a Bolívar, San Martín e Hidalgo. Las palabras que usaste para describirlos. Hay que amar mucho a los héroes para lograr hacerlos eternos.
Quizás no amo a quien tú amaste. Sin embargo, te aseguro que me enseñaste bien. Ojalá un día mis hijos también amen; y lloren, como tú, ante su grano de maíz en Santiago.
Había más tuyo en mí de lo que siempre supuse. Ahora tú y yo compartimos algo, el deseo imborrable de haberlos conocido. El dolor irremediable de vivir con sus imágenes construidas por otros.
Pero también compartimos el llanto que solo surge del compromiso más inquebrantable: el saber hacerlos eternos.
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